—¿Ella es tu amiga? —preguntó Enzo.
—Es la señorita Morales. —Sonrió Celia.
—¿Morales?
—Los Morales de Solestia.
Enzo comprendió al escucharlo.
—Ah, ya veo…
Lía se acercó y saludó a Enzo muy cortésmente inclinando levemente la cabeza.
—Buenas noches, señor Rojas. Me llamo Lía Morales.
A Enzo le cayó bien esa joven por su carácter vivaz y extrovertido. Le preguntó sonriendo:
—¿Ya cenaste? Ven, come algo con nosotros.
—Qué amable es usted. —Sonrió Lía, sorprendida y tomó asiento sin más.
Enzo le pidió a la empleada doméstica que trajera otro juego de cubiertos. Como Lía no había cenado, aceptó la invitación de compartir la comida sin rodeos.
—Hoy es Navidad, muchísima gente joven está jugando afuera, ¿cierto? —Enzo miró a Celia—. Después de la cena, podrías salir a dar un paseo con tu amiga.
Lía alzó la cabeza, mostrándose de acuerdo.
—¡Sí! Cuando venía, ¡vi muchísima gente en las calles! Sobre todo, cerca del centro comercial, ¡está llenísimo! —Luego, se dirigió a Celia—: Celi… ¡es mi primera vez pasando la Navidad fuera de casa! Por favor…
Con su tono suplicante, acompañado de una expresión lastimosa, a Celia le resultó difícil de rechazar. Después de dudar unos segundos, por fin cedió, resignada.
—Vale...
***
Para las ocho de la noche, el paseo ribereño bullía de actividad. A lo largo de toda la calle, las decoraciones navideñas se sucedían sin fin. Entre la multitud, incluso se podían ver muchos turistas extranjeros. Lía, tomada de la mano de Celia, la guiaba entre la gente. Parecía estar dirigiéndola hacia un lugar concreto. Celia, desconcertada, le preguntó:
Los fuegos artificiales sobre el río fueron apagándose, como el final de una escena de película. Del mismo modo, el oso desapareció entre la multitud. Celia, jadeante, llegó hasta un semáforo. Bajo el resplandor de los faros que surcaban la calle, ya no pudo encontrar entre los transeúntes a quien buscaba.
—Celi... Dios… corres muy rápido…
Lía finalmente la alcanzó, apoyando las manos en las caderas para recuperar el aliento.
Celia bajó la mirada hacia la bufanda que no tenía etiqueta de regalo ni marca reconocible: los puntos del tejido eran irregulares, nada profesionales. Obviamente, era obra de alguien que estaba aprendiendo a tejer. ¿Quién regalaría como obsequio gratuito una bufanda hecha a mano?
—¿Celi?
La suave llamada de Lía la devolvió a la realidad. Celia sonrió con amargura.
"Bah, mejor tomarlo como un simple recuerdo…", pensó ella.
Mientras tanto, Nicolás estaba en el bar de Miranda para un par de copas. Miranda, tras atender a los clientes en el patio, regresó a la barra.
—Hoy es Navidad. Es raro que Dylan no se haya quedado —comentó ella, bromeando.

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